Lamentablemente, las costumbres contemporáneas no enseñan a mirar la naturaleza. Por estar dependientes de nuestra imagen, perdemos la oportunidad de compartir las maravillas de nuestro entorno.
Espacio destinado a contar la historia de Los Olivos, populosa urbanización de Ciudad Guayana, rica en tradición, amistad y alegría.
Los Olivos en 1968, cuando, todavía no era Puerto Ordaz
domingo, 28 de septiembre de 2025
Parque La Llovizna: Un Corazón de Selva en Puerto Ordaz
viernes, 26 de septiembre de 2025
Los excluidos de la farándula guayanesa
Revolviendo entre las viejas cosas de la familia, me encontré con cinco ejemplares de la revista Caroní Social, una publicación de mi apreciado amigo Cándido Silva que, aunque muchos no lo sepan, fue pionero del periodismo local.
Cándido Silva merece un comentario especial en otro artículo: excelente persona; generoso y especialista en el arte de la amistad. Vino de Ciudad Bolívar y aquí participó en los inicios de importantes publicaciones, dejando, en el recuerdo de quienes lo conocieron, una impresión poco común de quienes vienen y se van de este mundo: la de dejar solamente cosas buenas.
Para quienes vivimos en esta ciudad, hojear las páginas de Caroní Social es un reencuentro con la manera de vivir de los años buenos de la ciudad: allí aparecen los amigos; los lugares que hicieron tan felices a los guayacitanos; las narraciones de acontecimientos de importancia local, y uno que otro artículo de opinión sobre el país, la ciudad y su gente.
Como su nombre lo indica, la revista se refiere a la vida social que, en el caso de los ejemplares que encontré, se dedica al primer quinquenio de los años noventa. Si bien el sustantivo farándula puede inducir a error y hacer creer al lector que la publicación estaba dedicada exclusivamente al mundo artístico, allí había de todo: artistas, políticos, gente de las empresas básicas, comerciantes, militares, en fin, todo habitante de la región que frecuentaba los principales lugares de entretenimiento, que en su mayoría estaban ubicados en el viejo Puerto Ordaz.
Después de leer las mencionadas publicaciones, mi esposa me comentó divertida: “Aquí no hay nadie de Los Olivos. Parece que no fuimos muy faranduleros”. Es posible que el azar nos haya dejado por fuera en esa oportunidad, pero eso no quiere decir que los de Los Olivos no hayan compartido, al igual que todos los guayacitanos, la vida agradable de aquella ciudad que creció con el trabajo de su gente y que supo aprovechar las riquezas de su tierra."
sábado, 20 de septiembre de 2025
El ermitaño de Toro Muerto
YouTube reproduce historias de personas que, cansadas de la vida en la ciudad, van a buscar refugio en la soledad del campo. Sus relatos son atractivos para quienes nunca renunciarían a la comodidad y seguridad de la vida organizada de los centros poblados, pero, en opinión de esos ermitaños, es la mejor manera de escapar de un sistema que oprime a quienes viven en él y los mantiene sometidos para que contribuyan a empujar la rueda que lo mueve.
En 1982, en Los Olivos, un joven vecino, cansado de cargar con el peso de las obligaciones, decidió irse a vivir en la soledad del otro lado del río. Recogió las pocas cosas que lo acompañarían en su aventura: especialmente un cuchillo, un machete, nailon y anzuelos, y unos pocos alimentos para aguantar los primeros días. Explicando brevemente a su familia para que no se preocupara, se fue a Toro Muerto y desde allí atravesó el río en un bote de remos.
En la ribera del lado opuesto armó su campamento: instaló una pequeña carpa debajo de los árboles que crecían donde terminaba la playa. Improvisó una cocina haciendo un hueco que llenó de leña. Para subsistir, cuando se le acabara el alimento, tenía permanentemente los anzuelos dentro del agua, que siempre atrapaban algún pez. Caminando hacia el este se llegaba a los terrenos del hato Gil, donde numerosos frutales le ayudaban a complementar o balancear la dieta; en el bosque podía encontrar huevos de pájaros o algún morrocoy o cachicamo. La naturaleza siempre daba opciones.
El día comenzaba temprano y, al despertar, hacía un poco de café en la leña. Después revisaba los anzuelos para ver qué se había atrapado. Las mañanas eran para caminar por la playa o por el bosque; la tarde, para descansar en un chinchorro colgado entre dos árboles cercanos a la carpa. Por la noche, después de cenar, era el momento de contemplar las luces de Alta Vista que, al otro lado del río, transmitían la imagen de una gran ciudad.
Los fines de semana, la vida del ermitaño tenía un cambio, ya que llegaban a visitarlo los amigos que veían su campamento como un espacio propicio para pasar un buen rato. Se bebía, se comía, se bañaban y compartían un momento diferente Bautuizaron el lugar como "La playa de Simbad".
No sé cuánto tiempo estuvo viviendo allí. Después regresó a la urbanización. La soledad es una compañera que tiene efectos impredecibles. Así terminó la historia del primer vecino, que quiso ser un ermitaño viviendo al otro lado del río.
viernes, 12 de septiembre de 2025
La isla mágica de los oliveños
El piso era de arena y tierra reseca por la humedad y los cambios de marea, donde abundaban las lagartijas y, seguramente, una que otra culebra que no se dejaba ver. No podían faltar los loros, paraulatas, cristofué y toda la variedad de pájaros que con su presencia alegraban el lugar. Allí debutaron como pescadores algunos “oliveños” que disfrutaron por primera vez de la experiencia de sacar un pavón o una terecaya. Los bañistas que frecuentaban la isla tenían que advertirles a quienes llegaban por primera vez sobre la presencia de las rayas y la forma de caminar al entrar al agua para evitar sus dolorosas picaduras. El sitio era tan acogedor que, en días de vacaciones, había familias enteras que acampaban día y noche desconectándose completamente del mundo.
Como decía anteriormente, la isla estaba aproximadamente a cincuenta metros de la orilla y a ella se llegaba nadando, remando o en lancha a motor. Los “orilleros” que se aventuraban nadando, tenían que considerar que la ida era más fácil que la vuelta, porque para regresar había que nadar contra corriente que, como se dijo antes, se aceleraba por la cercanía de los saltos. Otros, a veces, utilizaban flotadores o las famosas “tripas” de cauchos de carro o pequeños botes de remos y, de manera más avanzada, las lanchas de motor.Todo eso desapareció con el lago, que indiscutiblemente produjo un innegable progreso hidroeléctrico, que trajo como consecuencia dejar bajo las aguas los lugares que la naturaleza le había regalado a los habitantes de Los Olivos.
Como las cosas que estoy contando no se produjeron en momentos en que la gente andaba como ahora tomando fotos de todo lo que ocurre a su alrededor, tengo que valerme de la reconstrucción de mis recuerdos sobre lo vivido en aquellos días. No obstante, esta vez he contado con el apoyo de un protagonista de esta historia (Rubén Lezama) que me envió las imágenes que ilustran el texto: la que está en la parte de arriba es una fotografía que forma parte de la colección de Gerardo Hoogesteyn, tomada desde un avión, donde se ve a lo lejos la isla, al lado de Toro muerto; se puede apreciar el playón de tiempos de verano a que me refería anteriormente, y la de la parte de abajo, tomada de Google Maps, tiene una línea azul, para indicar a la gente de hoy, dónde estaba y dónde debe estar ahora, bajo las aguas, la Isla de los “oliveños”.
jueves, 4 de septiembre de 2025
Los pedregales: la playa perdida del sendero misterioso
El Toro Muerto paradisiaco desapareció, aunque se intentó rescatarlo sin éxito creando un espacio similar, quedando únicamente la barriada que no se vio afectada por la inundación definitiva del lago. Lo que desapareció completamente fueron Los Pedregales, dejando en la memoria de los vecinos no solo sus gratos recuerdos, sino también sus misterios.
Para quienes no la conocieron, Los Pedregales era la playa más cercana a la urbanización. Para que tenga una idea, está debajo del agua, más o menos, a unos cuatrocientos metros lago adentro, desde la orilla del muelle del Club Ítalo. En la época prehispánica, esa orilla de río tuvo mucha presencia indígena, que dejó huella en numerosas piezas de arcilla que fueron encontradas por los vecinos que la frecuentaban.
En el año 1966, cuando los hijos de los primeros vecinos empezaron a merodear los alrededores boscosos en busca de entretenimiento, se encontraron que, por el lindero sureste, que en aquel entonces era la calle Palermo (donde solo se habían construido casas de un lado), lo primero que se encontraba era un terreno enmontado; después, la carretera de tierra que conducía hacia Toro muerto, y más adelante, una sabana atravesada por varios caminos de tierra. Según versiones de antiguos lugareños, uno de esos caminos venía bordeando el río desde Caruachi hasta el Cachamay; otros unían casas de campesinos y otro bajaba directamente hacia el río.
Este último camino que bajaba al río, en un primer momento atravesaba una sabana de pequeña vegetación, y de repente, al acercarse al río, entraba en un bosque que crecía antes de llegar a la orilla. El sendero pasaba junto a una laguna que estaba al lado derecho, para llegar definitivamente a una playa. Al frente había una isla que también desapareció con la inundación.
Los pedregales eran un pequeño paraíso que inmediatamente se convirtió en lugar de visita obligatoria por los jóvenes vecinos de Los Olivos: allí podían pescar en la laguna, bañarse en el río, cazar las numerosas aves que por allí merodeaban e inclusive ver cómo pequeñas manadas de monos a veces llegaban desde el parque Cachamay.
Pero además de las mencionadas opciones de entretenimiento, el lugar tenía sus misterios: como señalé anteriormente, había más de una conjetura sobre su pasado precolonial, pero otras cosas le daban características particulares al lugar: durante gran parte del año, el sendero que atravesaba el bosque se inundaba por la crecida de la laguna, pero la playa quedaba al descubierto. No obstante, no subía mucho el nivel del agua y se podía caminar un largo trecho hasta llegar a la playa con el agua a la cintura e inclusive hasta el pecho. Esto lo sabían los que frecuentaban el sitio y muchos se jactaban de que habían atravesado el sendero casi cubiertos por el agua. Al contrario, quienes no conocían este detalle, al llegar a la entrada del bosque y ver que estaba inundado, no se atrevían a incursionar en él, porque además, tenían temor por la presencia de alguna culebra de agua.
Todo esto podía parecer normal y simplemente anecdótico, pero había cosas inexplicables. Como decía, el sendero inundado podía ser atravesado por caminantes a los que el agua llegaba a la cintura, e inclusive por vehículo rústicos, que podían internarse en ríos de poca profundidad, el problema es que a veces sin mayor explicación, los caminantes se hundían y tenían que nadar hasta hacer pie nuevamente y los vehículos tenían la misma suerte sin que pudiera saberse cómo se habían producido estos acontecimientos, porque cuando estaba seco, el sendero era plano sin desniveles Una persona cercana, confiada atravesaba el bosque con su Toyota cuándo el camino estaba inundado con poco menos de 50 cm de profundidad, de repente se hundió el vehículo al extremo que se necesitó una grúa para poder sacarlo de allí
Los jóvenes que vivieron aquellas experiencias hoy son sexagenarios que con nostalgia recuerdan las cosas que pasaban en aquellos lugares que se tragaron las aguas cuando se formó el lago de Macagua, dejando en las profundidades los escenarios de la historia de los primeros años de los Olivos.






