Los Olivos en 1968, cuando, todavía no era Puerto Ordaz

sábado, 20 de septiembre de 2025

El ermitaño de Toro Muerto

YouTube reproduce historias de personas que, cansadas de la vida en la ciudad, van a buscar refugio en la soledad del campo. Sus relatos son atractivos para quienes nunca renunciarían a la comodidad y seguridad de la vida organizada de los centros poblados, pero, en opinión de esos ermitaños, es la mejor manera de escapar de un sistema que oprime a quienes viven en él y los mantiene sometidos para que contribuyan a empujar la rueda que le da vida.

En 1982, en Los Olivos, un joven vecino, cansado de cargar con el peso de las obligaciones, decidió irse a vivir en la soledad del otro lado del río. Recogió las pocas cosas que lo acompañarían en su aventura: especialmente un cuchillo, un machete, nailon y anzuelos, y unos pocos alimentos para aguantar los primeros días. Explicando brevemente a su familia para que no se preocupara, se fue a Toro Muerto y desde allí atravesó el río en un bote de remos.

En la ribera del lado opuesto armó su campamento: instaló una pequeña carpa debajo de los árboles que crecían donde terminaba la playa. Improvisó una cocina haciendo un hueco que llenó de leña. Para subsistir, cuando se le acabara el alimento, tenía permanentemente los anzuelos dentro del agua, que siempre atrapaban algún pez. Caminando hacia el este se llegaba a los terrenos del hato Gil, donde numerosos frutales le ayudaban a complementar o balancear la dieta; en el bosque podía encontrar huevos de pájaros o algún morrocoy o cachicamo. La naturaleza siempre daba opciones.

El día comenzaba temprano y, al despertar, hacía un poco de café en la leña. Después revisaba los anzuelos para ver qué se había atrapado. Las mañanas eran para caminar por la playa o por el bosque; la tarde, para descansar en un chinchorro colgado entre dos árboles cercanos a la carpa. Por la noche, después de cenar, era el momento de contemplar las luces de Alta Vista que, al otro lado del río, transmitían la imagen de una gran ciudad.

Los fines de semana, la vida del ermitaño tenía un cambio, ya que llegaban a visitarlo los amigos que veían su campamento como un espacio propicio para pasar un buen rato. Se bebía, se comía, se bañaban y compartían un momento diferente Bautuizaron el lugar como "La playa de Simbad".

No sé cuánto tiempo estuvo viviendo allí. Después regresó a la urbanización. La soledad es una compañera que tiene efectos impredecibles. Así terminó la historia del primer vecino, que quiso ser un ermitaño viviendo al otro lado del río. 


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