Los Olivos en 1968, cuando, todavía no era Puerto Ordaz

sábado, 25 de octubre de 2025

El Campanario de Nuestra Señora, de Coromoto de Los Olivos


En una reciente visita a esta ciudad, monseñor Ubaldo Santana comentó la grata impresión que le produjo el campanario de la iglesia Nuestra Señora de Coromoto de Los Olivos. Dijo que, cuando llegó a Ciudad Guayana hace varios años, le llamó la atención que no había muchas construcciones que reflejaran la presencia de la fe católica en la ciudad. 


Hoy, con motivo de la transformación de la sede parroquial que desarrolló la Fundación Pro-Templo, se levanta el hermoso campanario que puede verse desde diferentes lugares de la urbanización e, inclusive, desde Altavista, como testimonio de la fe de los "oliveños" y de los guayaneses, en general.


El campanario de Los Olivos es mucho más que un icono religioso, también es un columbario para depositar las cenizas de los feligreses. De hecho, allí se encuentran los restos de monseñor Santiago Ollaquindia, ex párroco que fue ejemplo de vida entregada al servicio de la fe.


La presencia de la torre de cuatro pisos, coronada por la cruz dorada,  cambió la estética de la urbanización; el sonido de las campanas no solo llama a misa, también recuerda a los vecinos que, por difíciles que sean las cosas, siempre tienen la compañía de Dios. Y por las noches, sus luces dan un toque especial a la oscuridad

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sábado, 18 de octubre de 2025

La Llaga, el carro más antiguo de Los Olivos



En tiempos en que está de moda discutir sobre eventos pretéritos de los orígenes de la ciudad, y especialmente de nuestra urbanización, me referiré al Chevrolet 1955 en que llegó a vivir aquí la familia Lezama García en enero de 1966.

Para aquel momento, el carro tenía sus añitos, pero se comportaba muy noblemente porque no dejaba botado a nadie.

Hay que destacar que su dueño, Rafael Lezama, que durante muchos años fue representante de Agap y Del Sur (siendo la persona que indiscutiblemente firmó más documentos de propiedad inmobiliaria en esta ciudad), era una persona sumamente metódica y cuidadosa que mantenía su vehículo en perfecto estado.

Prueba de la eficacia de la máquina era que la familia viajaba todos los fines de semana a Ciudad Bolívar, donde habitaban los abuelos en la avenida Cardoso,  cerca de la Cruz Verde. Eran aproximadamente 130 kilómetros por la carretera vieja, tardando unas dos horas, con una parada obligatoria en Palma Sola para refrescos por el precio de un bolívar con veinticinco céntimos.

Estamos hablando en general de los 60 e inicios de los 70, cuando se podía vivir un poco y sin tantas angustias. El imbatible Chevrolet 55, que en su momento debería considerarse un vehículo de clase elitista, fue bautizado como La Llaga cuando llegaron los nuevos carros a la familia, más cómodos y menos duraderos, porque es difícil hacer comparaciones con aquellos viejos vehículos que perfectamente podían durar 20 años rodando.

sábado, 4 de octubre de 2025

SIMPATÍA POR EL DIABLO EN LOS OLIVOS


La historia siempre tiene sus curiosidades y en las anécdotas musicales  de Los Olivos pasan esas cosas: antes de que se organizara el famosos Olibonche, para celebrar las fiestas de carnaval, en las calles de la urbanización se montaban pequeños "templetes" donde los vecinos de la cuadra o manzana, además de jugar con agua, organizaban pequeñas fiestas para compartir la alegría de esos días. Así, a comienzos de los setenta, en la calle Portugal, se organizó la elección de la reina en el marco de un templete de sábado de carnaval que se montó en la manzana 11, específicamente enfrente de donde ahora está el Instituto Gastronómico. Los organizadores colocaron una pequeña tarima que servía de escenario para que un grupo de rock formado por hijos de vecinos, amenizara el evento. Además, se instaló un equipito de sonido que mantenía en todo momento el ambiente musical.


Fue un buen momento de alegría, que no tenía exactamente la característica del templete "carnestolendo", porque el repertorio musical del grupo no era el más adecuado. Si bien interpretaba canciones de moda, no era la música bailable para la ocasión. Por lo tanto, los asistentes que querían “echar un pie” buscaban lo que más pudiera parecerse a las guarachas o a los calipsos. En este sentido, las canciones más bailables eran "Sugar Sugar" de The Archies, "Down on the Corner" ("Abajo en la esquina") del grupo Creedence, y "Sympathy for the Devil" (Simpatía   por el diablo) de The Rolling Stones. Estas últimas, por ser las que más se acercaban al ritmo del carnaval, eran permanentemente solicitadas. La cosa extrañó a los vecinos conservadores, que no estaban acostumbrados a melodías que llevaran ese nombre ni a ese ritmo. Y así pasó casi toda la noche entre "Abajo en la esquina" y "Simpatía por el diablo". Después, la organización del Olibonche absorbió las pequeñas celebraciones de calle, quedando para el recuerdo, tal vez, como caso único, el "templete rockero de la Simpatía por el Diablo".


La pasion que se ha desatado por contar anécdotas del pasado guayanés es saludable, pero a veces viene cargada de muchas imprecisiones: escuché a un locutor recordar con nostalgia los Carnavales Dorados de Ciudad Guayana "con su calipso Abajo en la esquina". Esta canción no es un calipso, aunque el ritmo se parezca, es una melodía de un grupo de rock norteamericano dedicada a uno niños que tocaban en la calle; del mismo modo, que "Simpatía por el Diablo" no es una invocación satánica en favor de la maldad, porque la traducción correcta es "compasión por el diablo", a quién se le echa la culpa de todas las perversidades humanas


domingo, 28 de septiembre de 2025

Parque La Llovizna: Un Corazón de Selva en Puerto Ordaz


Para vivir el ambiente de la selva no hace falta ir a la Sierra Imataca; en el centro de Puerto Ordaz, hay un lugar que regala esa experiencia: el Parque La Llovizna. Puede verse desde diferentes perspectivas, pero si detallamos cómo está distribuido, observamos que al entrar, a mano derecha, comienza la carretera que serpentea por toda la orilla del río hasta encontrarse al final con la vista espectacular del salto. Al lado izquierdo, hay un tupido bosque donde están los árboles más antiguos, numerosos riachuelos y pequeñas cascadas que van a dar al cauce principal, pasando por el famoso y triste puente de la tragedia del año 64. Desde ese puente, caminando hacia la izquierda, se entra en una tupida selva, atravesada por caminos y escalinatas de piedra.  A mano derecha nos vamos a encontrar sobreviviendo entre la vegetación con el único puente colgante que quedó en el parque; desde allí, la vista de la cascada y el rocío del agua se convierten en una terapia espiritual. Si tomamos el camino de la izquierda, pasaremos por pequeños puentes y senderos que nos llevan al lago o a la entrada del parque.

Es recomendable entrar en el bosque con mirada y oídos atentos porque tiene una vida especial; tanto animales como plantas se unen para transmitir el sentimiento de la naturaleza que se vive de manera especial.

​Lamentablemente, las costumbres contemporáneas no enseñan a mirar la naturaleza. Por estar dependientes de nuestra imagen, perdemos la oportunidad de compartir las maravillas de nuestro entorno.

viernes, 26 de septiembre de 2025

Los excluidos de la farándula guayanesa

Revolviendo entre las viejas cosas de la familia, me encontré con cinco ejemplares de la revista Caroní Social, una publicación de mi apreciado amigo Cándido Silva que, aunque muchos no lo sepan, fue pionero del periodismo local.

Cándido Silva merece un comentario especial en otro artículo: excelente persona; generoso y especialista en el arte de la amistad. Vino de Ciudad Bolívar y aquí participó en los inicios de importantes publicaciones, dejando, en el recuerdo de quienes lo conocieron, una impresión poco común de quienes vienen y se van de este mundo: la de dejar solamente cosas buenas.


Para quienes vivimos en esta ciudad, hojear las páginas de Caroní Social es un reencuentro con la manera de vivir de los años buenos de la ciudad: allí aparecen los amigos; los lugares que hicieron tan felices a los guayacitanos; las narraciones de acontecimientos de importancia local, y uno que otro artículo de opinión sobre el país, la ciudad y su gente.


Como su nombre lo indica, la revista se refiere a la vida social que, en el caso de los ejemplares que encontré, se dedica al primer quinquenio de los años noventa. Si bien el sustantivo farándula puede inducir a error y hacer creer al lector que la publicación estaba dedicada exclusivamente al mundo artístico, allí había de todo: artistas, políticos, gente de las empresas básicas, comerciantes, militares, en fin, todo habitante de la región que frecuentaba los principales lugares de entretenimiento, que en su mayoría estaban ubicados en el viejo Puerto Ordaz.


Después de leer las mencionadas publicaciones, mi esposa me comentó divertida: “Aquí no hay nadie de Los Olivos. Parece que no fuimos muy faranduleros”. Es posible que el azar nos haya dejado por fuera en esa oportunidad, pero eso no quiere decir que los de Los Olivos no hayan compartido, al igual que todos los guayacitanos, la vida agradable de aquella ciudad que creció con el trabajo de su gente y que supo aprovechar las riquezas de su tierra."


sábado, 20 de septiembre de 2025

El ermitaño de Toro Muerto

YouTube reproduce historias de personas que, cansadas de la vida en la ciudad, van a buscar refugio en la soledad del campo. Sus relatos son atractivos para quienes nunca renunciarían a la comodidad y seguridad de la vida organizada de los centros poblados, pero, en opinión de esos ermitaños, es la mejor manera de escapar de un sistema que oprime a quienes viven en él y los mantiene sometidos para que contribuyan a empujar la rueda que lo mueve.

En 1982, en Los Olivos, un joven vecino, cansado de cargar con el peso de las obligaciones, decidió irse a vivir en la soledad del otro lado del río. Recogió las pocas cosas que lo acompañarían en su aventura: especialmente un cuchillo, un machete, nailon y anzuelos, y unos pocos alimentos para aguantar los primeros días. Explicando brevemente a su familia para que no se preocupara, se fue a Toro Muerto y desde allí atravesó el río en un bote de remos.

En la ribera del lado opuesto armó su campamento: instaló una pequeña carpa debajo de los árboles que crecían donde terminaba la playa. Improvisó una cocina haciendo un hueco que llenó de leña. Para subsistir, cuando se le acabara el alimento, tenía permanentemente los anzuelos dentro del agua, que siempre atrapaban algún pez. Caminando hacia el este se llegaba a los terrenos del hato Gil, donde numerosos frutales le ayudaban a complementar o balancear la dieta; en el bosque podía encontrar huevos de pájaros o algún morrocoy o cachicamo. La naturaleza siempre daba opciones.

El día comenzaba temprano y, al despertar, hacía un poco de café en la leña. Después revisaba los anzuelos para ver qué se había atrapado. Las mañanas eran para caminar por la playa o por el bosque; la tarde, para descansar en un chinchorro colgado entre dos árboles cercanos a la carpa. Por la noche, después de cenar, era el momento de contemplar las luces de Alta Vista que, al otro lado del río, transmitían la imagen de una gran ciudad.

Los fines de semana, la vida del ermitaño tenía un cambio, ya que llegaban a visitarlo los amigos que veían su campamento como un espacio propicio para pasar un buen rato. Se bebía, se comía, se bañaban y compartían un momento diferente Bautuizaron el lugar como "La playa de Simbad".

No sé cuánto tiempo estuvo viviendo allí. Después regresó a la urbanización. La soledad es una compañera que tiene efectos impredecibles. Así terminó la historia del primer vecino, que quiso ser un ermitaño viviendo al otro lado del río. 


viernes, 12 de septiembre de 2025

La isla mágica de los oliveños

Los Olivos tenía una isla que desapareció con la inundación del lago de Macagua. Era un verdadero paraíso que estaba frente a donde ahora están los campos de futbol de Lala y el Centro de Liderazgo Nekuima, a cincuenta metros de la orilla río adentro aproximadamente. No era una isla desierta: estaba cubierta por un bosque rodeado de pequeñas playas; en tiempos de verano, cuando el caudal del Caroní bajaba, se formaba un gran playón, donde se podía jugar al fútbol o los acostumbrados deportes playeros; al caer la tarde, la brisa que venía de San Félix levantaba olas en la superficie del río que aceleraba la corriente por la cercanía de los saltos del Cachamay o  La Llovizna; el agua era clara, casi cristalina y a una temperatura ideal para bañarse. En tiempos de invierno, cuando las playas de la orilla desaparecían por la crecida del río, ni el sol ni la lluvia no era obstáculo para disfrutar del lugar, porque siempre había un árbol o una carpa que cobijaba a quienes no querían quemarse o mojarse.

El piso era de arena y tierra reseca por la humedad y los cambios de marea, donde abundaban las lagartijas y, seguramente, una que otra culebra que no se dejaba ver. No podían faltar los loros, paraulatas, cristofué y toda la variedad de pájaros que con su presencia alegraban el lugar.   Allí debutaron como pescadores algunos “oliveños” que disfrutaron por primera vez de la experiencia de sacar un pavón o una terecaya. Los bañistas que frecuentaban la isla tenían que advertirles a quienes llegaban por primera vez sobre la presencia de las rayas y la forma de caminar al entrar al agua para evitar sus dolorosas picaduras. El sitio era tan acogedor que, en días de vacaciones, había familias enteras que acampaban día y noche desconectándose completamente del mundo.

Como decía anteriormente, la isla estaba aproximadamente a cincuenta metros de la orilla y a ella se llegaba nadando, remando o en lancha a motor. Los “orilleros” que se aventuraban nadando, tenían que considerar que la ida era más fácil que la vuelta, porque para regresar había que nadar contra corriente que, como se dijo antes,  se aceleraba por la cercanía de los saltos. Otros, a veces, utilizaban flotadores o las famosas “tripas” de cauchos de carro o pequeños botes de remos y, de manera más avanzada, las lanchas de motor.Todo eso desapareció con el lago, que indiscutiblemente produjo un innegable progreso hidroeléctrico, que trajo como consecuencia dejar bajo las aguas los lugares que la naturaleza le había regalado a los habitantes de Los Olivos. 

Como las cosas que estoy contando no se produjeron en momentos en que la gente andaba como ahora tomando fotos de todo lo que ocurre a su alrededor, tengo que valerme de la reconstrucción de mis recuerdos sobre lo vivido en aquellos días. No obstante, esta vez he contado con el apoyo de un protagonista de esta historia (Rubén Lezama) que me envió las imágenes que ilustran el texto: la que está en la parte de arriba es una fotografía que forma parte de la colección de Gerardo Hoogesteyn, tomada desde un avión, donde se ve a lo lejos la isla, al lado de Toro muerto; se puede apreciar el playón de tiempos de verano a que me refería anteriormente, y la de la parte de abajo, tomada de Google Maps, tiene una línea azul, para indicar a la gente de hoy, dónde estaba y dónde debe estar ahora, bajo las aguas, la Isla de los “oliveños”.