
Los Olivos tenía una isla que desapareció con la inundación del lago de Macagua. Era un verdadero paraíso que estaba frente a donde ahora están los campos de futbol de Lala y el Centro de Liderazgo Nekuima, a cincuenta metros de la orilla río adentro aproximadamente. No era una isla desierta: estaba cubierta por un bosque rodeado de pequeñas playas; en tiempos de verano, cuando el caudal del Caroní bajaba, se formaba un gran playón, donde se podía jugar al fútbol o los acostumbrados deportes playeros; al caer la tarde, la brisa que venía de San Félix levantaba olas en la superficie del río que aceleraba la corriente por la cercanía de los saltos del Cachamay o La Llovizna; el agua era clara, casi cristalina y a una temperatura ideal para bañarse. En tiempos de invierno, cuando las playas de la orilla desaparecían por la crecida del río, ni el sol ni la lluvia no era obstáculo para disfrutar del lugar, porque siempre había un árbol o una carpa que cobijaba a quienes no querían quemarse o mojarse.
El piso era de arena y tierra reseca por la humedad y los cambios de marea, donde abundaban las lagartijas y, seguramente, una que otra culebra que no se dejaba ver. No podían faltar los loros, paraulatas, cristofué y toda la variedad de pájaros que con su presencia alegraban el lugar. Allí debutaron como pescadores algunos “oliveños” que disfrutaron por primera vez de la experiencia de sacar un pavón o una terecaya. Los bañistas que frecuentaban la isla tenían que advertirles a quienes llegaban por primera vez sobre la presencia de las rayas y la forma de caminar al entrar al agua para evitar sus dolorosas picaduras. El sitio era tan acogedor que, en días de vacaciones, había familias enteras que acampaban día y noche desconectándose completamente del mundo.
Como decía anteriormente, la isla estaba aproximadamente a cincuenta metros de la orilla y a ella se llegaba nadando, remando o en lancha a motor. Los “orilleros” que se aventuraban nadando, tenían que considerar que la ida era más fácil que la vuelta, porque para regresar había que nadar contra corriente que, como se dijo antes, se aceleraba por la cercanía de los saltos. Otros, a veces, utilizaban flotadores o las famosas “tripas” de cauchos de carro o pequeños botes de remos y, de manera más avanzada, las lanchas de motor.Todo eso desapareció con el lago, que indiscutiblemente produjo un innegable progreso hidroeléctrico, que trajo como consecuencia dejar bajo las aguas los lugares que la naturaleza le había regalado a los habitantes de Los Olivos.

Como las cosas que estoy contando no se produjeron en momentos en que la gente andaba como ahora tomando fotos de todo lo que ocurre a su alrededor, tengo que valerme de la reconstrucción de mis recuerdos sobre lo vivido en aquellos días. No obstante, esta vez he contado con el apoyo de un protagonista de esta historia (Rubén Lezama) que me envió las imágenes que ilustran el texto: la que está en la parte de arriba es una fotografía que forma parte de la colección de Gerardo Hoogesteyn, tomada desde un avión, donde se ve a lo lejos la isla, al lado de Toro muerto; se puede apreciar el playón de tiempos de verano a que me refería anteriormente, y la de la parte de abajo, tomada de Google Maps, tiene una línea azul, para indicar a la gente de hoy, dónde estaba y dónde debe estar ahora, bajo las aguas, la Isla de los “oliveños”.